EL DRAMA CALDERONIANO tiene por figura capital a Segismundo, representación alegórica del hombre moderno cuya existencia se constituye entre las guerras religiosas de la reforma y la contrarreforma. Tras el cisma de Occidente, el hombre (otrora protegido de Dios) se descubre como un ser desamparado: un animal sediento de sentido que queda en un mundo abandonado por la gracia. Los alegoristas barrocos experimentaban así la Historia como una fractura que exponía la división entre el esplendor y la caída, y esa línea abismal era su propio tiempo, volátil y roto —otorgarle un peso y un llenado al mundo despojado de su divinidad era el melancólico cometido del exceso barroco.

En la Europa del siglo XVII como en el México de hoy la sociedad estaba deshecha por una guerra prolongada en la que el sufrimiento humano y la zozobra eran forma y materia de la experiencia histórica: “Vivimos el barroco”, dice el semiólogo italiano Omar Calabrese, y nuestra sociedad no lo desmiente. La vida es sueño vuelve a representar, como lo hizo durante la vieja modernidad, al hombre contemporáneo; esta vez: neobarroco como postmoderno.

Nuestro drama se enclava en la cúspide de una pirámide deslucida (madera cruda sin barniz) por la que ruedan Rosaura y Clarín, por donde calla Clotaldo y Basilio vocifera, donde persuade Astolfo y duda
Estrella… Pero en cuyo agudo ángulo vive — ¿o muere?— Segismundo, rayo caído del sol regio y león sin corona: rugida luz ante la escena del Nuevo Reyno.

​

Mónica Jasso

​